martes, 19 de marzo de 2013

"Que no les engañen: en muchas ocasiones, ser un pedante es una cosa divertidísima. Especialmente si uno vive rodeado de una manada de autómatas disfrazados de seres humanos cuyo rostro muta en algo parecido a las caras de Bélmez en cuanto oye un par de neologismos o sobreesdrújulas.

El asunto es grave. Buena parte de la generación que ronda los veinte años es incapaz de enfrentarse a un texto medianamente serio y escrito con rigor. Simplemente, no lo entiende. Por supuesto, lo de que sus escritos parezcan redactados por personas mentalmente sanas podemos darlo por descartado.

Supongo que podemos considerarlo una victoria pírrica para los defensores de la escritura automática y un revolcón en sus tumbas para James Joyce y Miguel Delibes.
La incapacidad para la redacción es síntoma de un problema mucho más serio: la incapacidad para pensar.

Los reality shows, la prensa del corazón y la desaparición de los libros obligatorios en las estanterías de las casas ha conseguido que, literalmente, hablemos como pensamos. Ese axioma de la libertad de la expresión. Lo malo, en este caso, es que lo de decir lo que uno piensa sólo funciona bien cuando uno piensa algo que merece la pena decir.


Y así, por arte de birlibirloque (¡pedante!), acaso antitéticamente (veo una muchedumbre con antorchas dirigirse hacia mí al grito de «¡pedantón al paredón!»), acabaré con una recomendación: sean pedantes. Digan palabras de muchas sílabas, joder, que no somos ingleses ni tenemos prisa. ¿O es que llegamos tarde a trabajar? Huyan de los adverbios en –mente, eso sí, que son un horror, pero usen el hipérbaton y la sinécdoque y la analepsis y el condensador de fluzo. Pero, sobre todo, sean pedantes sólo si pueden permitírselo. De imitadores cutres, bon vivants de pacotilla y posers de todo tipo ya tenemos más que suficiente en nuestro mundo."